Me lo decía Abraham el otro día cuando hablábamos de La Comedia. “Era un sitio en el que se podía bailar”. Y esto y no otra cosa era lo que nos gustaba tanto. Sí, Madrid era y es la ciudad de la modernidad. De tantos garitos distintos. De tantos creadores y tanta oferta cultural al alcance de los ojos y de los bolsillos.
Vale. Pero resulta que entras y sales de un bar. Y pruebas en el otro. Y en el siguiente. Y las diferencias están en la decoración de las paredes. En la pinta del portero. O en la profundidad del escote reclamo de la camarera. Pero la música se asemeja demasiado.
Y cuando encuentras, por fin, un garito que pone música diferente. Bailable. Sí, bailable. Funky, hip-hop, rap, dance sin ser atronadora o sólo para mentes drogadas, resulta que no tiene espacio para bailar.
La Comedia se nos abrió de par en par a nuestros incrédulos oídos y ojos cuando nos ofreció lo que buscábamos. Música negra. Muy negra. Y un pequeño espacio (no creas que había mucho sitio) para bailar.
El suficiente para hacernos hueco. Bueno, incluso tengo que confesar que había noches que el hueco, si no existía, nos lo ganábamos con nuestros bailes. Empezábamos a hacer movimientos a lo James Brown. A menear el cuerpo sin complejos. Y la gente, más tímida por lo general, se hacía a un lado para dejarnos arañar unos centímetros más del espacio.
La noche era nuestra si no teníamos competencia negra. Sí, porque había una liga superior inalcanzable. Algunas noches nos acompañaban algunos colegas negros con los que era imposible competir en la atención de los ojos de ellas. Esos cabrones (dicho sea con todo el aprecio y envidia del mundo) sólo tenían que hacer un leve, un mínimo movimiento de cadera para dejarte completamente desbancado.
Pero nosotros disfrutábamos de la magia. Esa magia que rodea algunas canciones que hacen que en cuanto empiezan a sonar te llenan de una energía positiva alucinante. Que lo único que te apetece hacer es dejarte…. dejarte llevar….. llevar….. y bailar…. bailar…. como si no hubiera nada más.